jueves, 30 de septiembre de 2010

Parálisis

La verdad duele, abre grietas, entumece.
Sus palabras me desnudan frente al espejo sin piedad, una a una las vocales caen, las sílabas se desbarrancan. El párrafo se deshilvana y mi discurso es una verborragia esquizofrénica, inconclusa, inútil.
Mi cuerpo se encoje para que la vergüenza no lo destruya, se acongoja en la ira de su propia estructura.
Esa imagen, la mía y la suya, la que me invento y la que me devuelve, se desmorona.
La tristeza lo invade todo, ya que ese todo es nada, ya que ese todo no existe.
Cenizas, como en las que me convertiré algún día, resumiendo los intentos sostenidos en la oscuridad de una urna.
Cenizas, polvo, presente, tan infame y fugaz, como casi todo, como yo misma.
Parálisis en el alma, cuando el espejo se agrieta en la verdad que horada la roca.
Una bestia con los puños en alza, dispuesta al golpe más que al beso, dispuesta a la riña antes que a la caricia. Un animal asustado y perplejo, un animal que frente a su sombra o frente a su reflejo, no reconoce sus formas y se embebe de melancolía.
Todo confirma los augurios del cielo, castigo y destierro para la bestia, no merece compañía.
Si hay augurio y si hay cielo, escalo las paredes de ese párrafo que hecho añicos, disuelve mis definiciones. Es un ritual recurrente y extremo que desenfoca mis humanas razones. Conceptos sobran pero ninguno alcanza para disfrazar mis eternos temores.
Noche.
La verdad duele pero no llueve. El cuerpo se encoje, esperará los primeros albores de alguna primavera para abrirse a la tierra desnudo y doliente, esperando que algún brote, alguna brizna de vida, sobreviva y entregue mejores semillas que el tiempo presente.
El cuerpo se encoje y grita, hasta que la sangre invade las grietas y la vida se escapa de las establecidas presiones.
El cuerpo ignora la ruta pero sabe, en lo más profundo de su noche, que la latencia del deseo discurre por sus renglones. El cuerpo sabe que en algún momento las grietas, más que heridas, serán pasiones.

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